Despertó aquel día, se levantó de su catre y salió de su cueva. Tomó su vara y, con algo de agua sobre la tersura de su rostro, alcanzó un par de peras.
Luego de un agradable desayuno y unos cuantos pasos entre la hierba fresca, alzó la mirada y contempló cómo los rayos dorados de la mañana adornaban su extensa y hermosa pradera verde, avivada por el cristalino arroyo que pasaba cerca, bajando la colina. Pronto, cerca suyo, aguzó la mirada a las cien ovejas jóvenes que se encontraban cerca a su morada.
Entonces supo lo que debía hacer.
Luego de entonar una plegaria a sus dioses, se incorporó de nuevo y sonrió. Regresó su mirada a la cueva y, con un acertado silbido, su mejor amigo acudió a su lado, al trabajo. Adentro quedaron sus pocas pertenencias, su pluma, sus papiros y los pocos recuerdos que aún conservaba de sus padres…
Contempló el horizonte, y le dedicó en silencio su satisfacción y su cariño. Esa era su costumbre para saludar a cada mañana, pero ésta…
Esta era especial.
Bajaría al pueblo, a entregar el rebaño a su respectivo dueño y a recibir su pago por un largo tiempo de pastoreo. Iría al mercado a comprar sus víveres. Tomaría algo de vino esa noche mientras las calles oscuras colectaban sus pasos, y comería una cena decente, para variar. Visitaría dos tumbas, como era la costumbre, y luego regresaría…
Volvería a su prado, a prepararse para el siguiente rebaño, y a su cueva, su hogar, donde podría sentarse en la oscuridad, con el cielo como su testigo, a regalar, como siempre lo hacía, los más puros fragmentos de su alma a su amor en la distancia…
Pero no era el momento de pensar en todo el día. Primero, había que comenzar.
Entonces, con su optimismo, su fuerza y su mejor sonrisa como arma contra el tiempo mismo, con su vara a un lado y su fiel can al otro, dijo para sí las palabras que le daban poder cada mañana. Y comenzó a bajar lentamente la colina, con rumbo a los actuales inquilinos de su tierra, sonriendo tranquilamente.
Todo va a salir bien. Ahora, a trabajar.
Nunca hubiera imaginado que, aquel día, por obra y gracia de los dioses, su vida cambiaría para siempre.
Sí, los dioses. Porque esta es una historia de otros tiempos, otras culturas y otras personas. La gente era diferente, sus formas eran distintas. Los mitos eran historias y las leyendas aún se rehusaban a dejar de estar entre los hombres. La tierra estaba mucho más viva…
.. Y los dioses aún caminaban en ella.
Mientras la silueta de aquel hombre se hacía pequeña y tenue en la distancia de aquella mañana de sol brillante y pocas nubes, una figura delgada, alta y esbelta, cubierta con un vestido blanco, corto y vaporoso, lo observaba tranquilamente, sentada en una roca, a un lado de la entrada de aquella cueva…