Los Olvidados – Visión

«¿Qué son esos puntitos?», preguntaba el pequeño a su padre, mirando hacia arriba en aquella noche.

«Se llaman estrellas, mi pequeño», respondía Theus a su hijo con una sonrisa en sus labios, sabiendo que ésta sería una de aquellas noches en las que su hijo Endymion le preguntaría cosas por mucho rato.

«¿Por qué están ahí?». Cuando se ha vivido sólo diez años todo el mundo está lleno de misterios maravillosos, esperando ser resueltos. Así, el pequeño había comenzado a preguntar el por qué de las cosas. Su padre lo sabía, y no dejaba de sonreír por ello. «Hay varias razones, hijo. Pero, ¿puedes ver las formas que toman algunas de ellas? -Preguntó, señalando una parte específica del cielo, donde hay tres estrellas alineadas-. Ése es Orión, y esas siete que andan juntas a su derecha son las Pleiades. Son las siete hijas del titán Atlas. Esa es Maya, y ella es Celeno, ahí están Alcíone -Continuó, señalando cada uno de los puntos en el cielo nocturno-, Electra, Estérope, Táigete y esa pequeña es Mérope. Y Orión siempre las persigue en el cielo, sin siquiera poder alcanzarlas».

«¿Por qué no lo dejan alcanzarlas?», preguntaba el niño, impaciente por seguir escuchando la historia. «Orión era el más grande y hermoso de los mortales -Continuó su padre, sonriente y apacible- y, siendo mortal, las persiguió durante cinco años, encantado con su belleza, hasta que, para consolar a su padre, Atlas, El rey de los dioses, Zeus, las convirtió en palomas para que no las pudiera alcanzar. Sin embargo, no dejaba de perseguirlas y entonces, Zeus las convirtió en estrellas para que nunca pudiera alcanzarlas. Pero Artemisa, diosa de la caza, quien le debía un favor, lo elevó a los cielos para poder tocarlas algún día. Ha tratado de hacerlo desde entonces y ellas siguen huyendo de él en las noches».

«Pero no has respondido mi pregunta», replicó el pequeño, que no era tonto. Su padre puso una mano sobre su hombro, en señal de felicitación. «Es cierto, hijo. Cada estrella tiene su historia, y hay razones diferentes por las que están ahí. Pero, por lo general, son los dioses los que elevan a los hombres a su lado para que el mundo de los mortales jamás los olvide».

«¿Y esa estrella grande?», preguntó Endymion, señalando la gran esfera brillante en el cielo.

 «Esa es la luna, mi pequeño. No es una estrella», replicó Theus, con calma.

«Y ¿Por qué está ahí arriba -Insistió el niño con gran curiosidad-, para que nadie la olvide?».

«No, Endymion, ella es diferente -Respondió su padre, sin dejar a un lado la serenidad que había sostenido por todo el rato-. No se sabe mucho acerca de ella, ni siquiera cuál es su nombre. Pero dicen que ella fue la más hermosa mortal que alguna vez hubiere nacido. Tanto fue así que las diosas, celosas de su belleza y, temiendo que los hombres y los otros dioses terminaran cautivados por ella, levantaron una gran roca hacia el cielo, y la encerraron ahí, para que nadie la pudiera alcanzar, por más que pudiera verla. Desde entonces, ni las estrellas, ni el mundo de los mortales, puede tocarla, por más que brille más que todas las demás».

«¿Y por eso los rios se crecen cuando está en el cielo? ¿Para tocarla?», agregó el niño, ahora más curioso que antes.

«Si -Respondió Theus, ahogando unas cuantas risas-, y también se dice que quien la mira por demasiado tiempo logra ver sus ojos, y enloquecer en el intento. Por eso se mantiene sola».

«¿En serio?», exclamó el pequeño asombrado.

 

 

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«Eso es lo que dicen, hijo mío. Pero esta noche debemos dormir, ya se hizo tarde».

«Pero, padre..», insistió el pequeño, sin apartar su mirada del cuerpo celeste.

«Endymion, entra a dormir ahora, no lo repetiré». La autoridad en la voz de su padre hizo que el pequeño bajara la mirada y girara hacia la entrada de la cueva. Era cierto, su padre necesitaba ayuda a la mañana siguiente y, por lo tanto, debía dormir temprano. Sin embargo, unos pasos después, Endymion giró su cabeza, mirando de nuevo la luna.

«No estarás sola. Lo prometo».

Luego de dejar su consigna en la brisa de la noche, el pequeño trotó de nuevo a la entrada de su hogar.

 

 

 

 

De pronto, el lugar donde estuvo plantado aquel pequeño se iluminó brevemente, un poco más que el resto de aquella pradera. Nadie lo vio.

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