Los Olvidados – Mente

Los días de Attymateah eran un espectáculo de colores y formas revoloteando. En medio del bullicio y el festival de rostros en todas direcciones, Endymion disfrutaba, cada vez que iba al pueblo, de las idas y venidas del lugar que lo había visto nacer.

Le gustaba ver a la gente, a esos pequeños matices que se formaban en el lugar entre charlas, risas, discusiones y uno que otro puñetazo o niño que robaba alguna fruta para comer mientras un par de imbéciles lo perseguían. Pocas personas podían deleitarse tanto de una plaza de mercado como el hijo de aquel pastor. Así que, cuando tuvieron que salir de la pradera a comprar los víveres para un mes completo, el niño no lo pensó ni por un instante.

Lo único que lamentaba, era que el viaje fuera tan largo.

 

Pronto, se encontró montado sobre el caballo que siempre solían usar para hacer las compras en el pueblo. Ahí, sólo tenía que ver la ciudad moviéndose a su alrededor mientras su padre, de tanto en tanto, interrumpía sus distracciones pidiéndole que guardara cosas en las alforjas. Pero, entre el buqué de aromas, colores y sonidos que la vida cotidiana le ofrecía, él nunca dejaba de entretenerse.

El sol se movía apacible en su bóveda en tardes como aquella y, mientras tanto, las especias desplegaban sus agradables y desagradables aromas de sus estantes, la carne se secaba al pasar de la gente y “Hazard, no tan rápido”, le gritaba un niño a otro que corría como loco con el pan que había conseguido a merced de unos incautos, mientras una hermosa niña de cabellos castaños y rostro triste y curioso andaba de la mano de un hombre grande, gordo y calvo, rumbo a una puerta pequeña y roja.

Endymion se entretenía sólo con verlo. Cuando Hazard pasó por su lado, le acercó otra pieza de pan, que tomó sin detener su carrera. Ya eran amigos desde entonces, desde que el uno salvara la vida del otro por un mal juego.

“Hijo, baja del caballo”, dijo Theus a su pequeño regresando su atención a la encomienda que habían ido a cumplir, mientras sostenía otra alforja llena de leños y otros cuantos cachivaches. “¿Puedo caminar por ahí un rato?”, respondió mientras bajaba del jamelgo.

Su padre sonrió. Sabía que iba a pedírselo, y también que ambos conocían la respuesta.

“Pero no vayas muy lejos”, alcanzó a decir en voz alta el pastor a un joven Endymion que ya estaba perdiéndose entre la multitud habitual.

Ambos sonreían.

El niño caminó por las calles concurridas, sin preocuparse por el tiempo o por que su padre no pudiera verlo más. Ambos sabían dónde encontrarse y en qué momento, y también sabían que ambos estarían bien. Eran reconocidos en la ciudad, y siempre tenían quién los protegiera.

El conglomerado de personas que participaban del bullicio cotidiano hacían que las voces se confundieran, hasta volverse irreconocibles. Entonces, cuando las palabras no importaban, los rostros y las formas volvían el momento un espectáculo que Endymion solía contemplar de formas muy particulares.

Las miradas desconfiadas de algunos acaudalados Eupátridas, adornadas con los sumisos pasos de sus esclavos serviles. Los lascivos movimientos que las matronas solían dedicarle a los hombres de propiedad ajena y los pechos al sol de las golfas en la puertas entreabiertas de los burdeles. La mala cara de los soldados que juraban que mantenían el orden y la ley, los sacerdotes y sacerdotisas, siempre amables y sonrientes, anunciando la voluntad de los dioses de la mejor manera que podían…

… A ti, brillante diosa,
que, en lo alto de la noche,
solitaria nos contemplas…

La elocuente voz que silenciaba la inaudible algarabía del mercado no tardó en cautivar la atención del pequeño, quien terminó avanzando por en medio y por debajo de una multitud que se acumulaba en una esquina de la plaza. Por alguna razón, él intuía de quién se estaba hablando.

Pronto, el niño tuvo frente a sus ojos a tres hombres de aspecto muy cuidado, con ropas ligeras y elocuentes movimientos. Uno de ellos tocaba unas cuerdas tensadas en un palo y que emitían un hermoso sonido que Endymion nunca había escuchado en su corta vida. Otro golpeaba suavemente un trozo de cuero de oveja, que se encontraba atado firmemente a algo así como un tronco. No sabía en ese entonces que tales golpecitos sonaran tan bonitos. Mientras tanto, el tercero de ellos, con fuerza y gracia, exclamaba palabras, como uno de los políticos que siempre estaban por ahí entrando a la casa de la puerta roja o acompañando a las matronas, pero, en este caso, eran palabras hermosas.

Las mismas palabras que atrajeron a aquel chico a tan concurrida multitud.

Tal vez una respuesta.

 

Oh, diosa perdida
que en lo alto
lo ves todo,
que los dioses
por fin te miren
y en la cúspide
de tu trono
nos brindes tus favores,
que las plantas crezcan
y los locos siempre
te podamos loar,
esperando conocerte
al final 
de nuestros días
y, en tu silencio,
servirte para siempre.
¡Oh, Luna intocable!

Aplausos… Sonrisas… Reverencias… Tonadas…

En medio de los sonidos, el pequeño conoció la historia de un tal Hércules y de cómo perseguía un vellocino de oro. También de cómo Morfeo se encargaba de construir los sueños de cada persona. Y cómo un dios robó el fuego a otros y lo entregó a los hombres, y del castigo que obtuvo por ello.

Fue una tarde de historias, de héroes y de maravillas. Una a una, el pequeño se maravillaba cada vez más. El tiempo no le fue importante…

… Hasta que, al final, subieron los aplausos y bajaron los sombreros. Cada uno de los tres pintorescos hombres se pasearon alrededor de la multitud que, aún rodeándolos, ponían sus monedas para dar gracias por el entretenido rato y, luego, se retiraban para continuar con su cotidianidad.

Hasta que se fueron todos… Todos, excepto el niño, quien aún miraba como los tres individuos conversaban entre risas y palabras suaves, reuniendo las monedas que sacaban de sus sombreros en una pequeña bolsa de cuero.

“¿Cómo se llama la diosa? – Preguntó Endymion con entusiasmo mientras se acercaban a los tres hombres, que lo miraron con sorpresa – De la que hablaban hace un rato, ¿Cómo se llama?”

  • ¿Y cómo vamos a saberlo? Sólo contamos historias – Respondió el que contaba las historias.
  • ¿Pero no saben cómo se llama? Es que quisiera… – Insistió el niño, ansioso.
  • Mira, niño, no somos oráculos, ni sacerdotes, ni filósofos – Respondió el hombre, acercándose al rostro del pequeño, en medio de las risas de sus compañeros -, así que vete ahora y no nos molestes más.
  • Pero…
  • ¡Que te vayas ahora o te vas a arrepentir! – Respondió el hombre con un grito, haciendo un ademán con su brazo.

Endymion se alejó con un par de zancadas. Luego, triste y aburrido, se dio la vuelta y comenzó a caminar lentamente. “Tal vez un sacerdote…”, dijo para sí mismo mientras daba pasos y pateaba el polvo del lugar…

“Los aedos no enseñan, sólo hablan y entretienen por unas cuantas monedas. Los sacerdotes no enseñan, sólo hablan y predican por la venia de sus señores”.

La voz ronca y grave llamó rápidamente la atención del pequeño y le forzó a voltear rápidamente la vista para buscar su origen. Se encontró con un hombre viejo, sucio y vestido con harapos, de cabello blanco, cara arrugada y ojos siempre cerrados que, aunque tirado en un muro a un lado de la plaza, le dio la impresión de inspirar un profundo respeto.

“¿Me habla a mí, señor?”, respondió el niño recordando ese “Siempre respeta a tus mayores” que su padre le había enseñado.

  • Quieres saber sobre la diosa de la luna, ¿Verdad, niño?
  • Sí, señor. Todo lo que pueda – Respondió Endymion, mientras se acercaba, con un entusiasmo renovado al darse cuenta de que aquel anciano sabía exactamente lo que le perturbaba -. ¿Sabe cómo se llama? ¿Cómo es?
  • ¿Por qué quieres saberlo?
  • Porque… No quiero que esté sola. ¡Pero no estoy loco!
  • Descuida, chico. Se que no… Creo que puedo decirte todo lo que sé de ella, pero antes, ¿Podrías darle a este viejo algo de ese pan que traes contigo? – El pequeño miró a la bolsa que siempre cargaba. Ni siquiera podía ver la pieza de pan que estaba dentro, así la había dispuesto, como siempre, para poder comer tranquilo y que ningún rufián le robara nada. Giró de nuevo la cabeza hacia el anciano y entonces se dio cuenta… Que estaba ciego. Metió la mano y sacó un trozo, que luego colocó con cuidado en la palma del hombre – Gracias, buen niño.
  • ¿Es un oráculo?
  • No soy tan hermoso, pequeño. Ni soy mujer – Respondió el viejo en medio de carcajadas, mientras se ponía de pie y comenzaba a caminar.
  • ¿Es un filósofo? ¿Un sacerdote?- Replicó el niño rápidamente, exaltado, caminando a su lado.
  • Algunos podrían decir eso seguramente, y algo de razón tendrían. Pero si fuera alguna de esas dos cosas, seguramente no estaría tirado en una acera, como imaginarás.
  • ¿Y qué es entonces?
  • Digamos que sólo soy un viejo que ha vivido lo suficiente para ver cómo aquello que le hizo tan famoso muere en manos de jóvenes tontos que, a duras penas, podrían creer que son aedos. Pero he conocido las historias de los dioses, y he podido contarlas al mundo. Y por eso, estoy agradecido.
  • ¿Y la diosa? ¿Cómo se llama? – El viejo respondió con más carcajadas ante las preguntas inquietas de su pequeño acompañante.
  • Su nombre, mi pequeño amigo…

Ese día cambio mi vida.

Los melancólicos pensamientos de Endymion se colaron hacia afuera de su mente en la forma de una sonrisa y una familiar patada al polvo del suelo, mientras contemplaba aquel mismo muro donde, hacía años ya, había comenzado tan interesante amistad con aquel anciano.

Entonces, subió de nuevo la mirada y tomó con fuerza la montura del jamelgo que le acompañaba desde la mañana, cuando bajó de su pradera a entregar las ovejas que había criado con tanto esmero durante un mes entero. Dio un paso hacia atrás para comenzar su divertida jornada del día. Ahora, cargado de provisiones y con un buen ánimo para disfrutar el pueblo como hace tiempo no lo hace, irá con su cargamento a la cantina, comerá una buena carne y beberá una fabulosa copa de vino. Caminará por las calles de su vieja Attymateah, mezclándose entre el buqué de aromas, colores y sonidos que la vida cotidiana le ofrecía y que nunca paraban de entreten…

¡OUCH!

El impacto que Endymion recibió en su hombro y su costado lo sacó abruptamente de sus pensamientos. La voz que emitió el quejido atrás de el era aguda, inconfundiblemente femenina. Y, claro, hermosa.

Se giró rápidamente para atender a la persona que había golpeado, sin duda por el paso atrás que había dado, mientras notaba que la mujer que había golpeado se encontraba en el suelo, apoyada sobre un brazo y envuelta en una túnica gris.

“Señorita, ¿Está usted…?”

Las palabras dejaron de salir de su boca al momento de encontrar frente a sus ojos a un hermoso y terso rostro blanco, con labios delgados e increíbles ojos… plateados.

 

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