Mi mano izquierda, de súbito, comenzó a temblar levemente. Sus palpitaciones, que sólo podrían recordar a una hoja solitaria al son del suave soplido de la brisa matutina, no pasaron desapercibidas, ni me eran desconocidas. Al fin y al cabo, la ocasión lo ameritaba. No en balde mis ojos, a media asta, apuntaban a un vacío tan grande como el que mi mente profesaba en aquel preciso instante.
Mis pies, desnudos como pocas veces, vibraban con gran sutileza al son de la frecuencia que los instrumentos dejaban escapar al suelo, en medio de sus bemoles, acentos, glissandos y silencios. En medio de cada compás, no dejaba de percibir el frío que se condensaba desde la punta de mis uñas, y subía por cada una de las moléculas que suelen componerme.
Alrededor, personas entraban y salían con pocos minutos de diferencia entre unos y otros. Las ropas casi volaban y eran pocas las palabras. Mi atención, enfocada como casi nunca, no estuvo sobre ellos.
Y no era para menos. Al fin y al cabo, todo mi intelecto, casi completamente nulo en aquel momento, estaba concentrado en una sola intención.
En un momento inicial, la curiosidad, propulsada por un eterno deseo de aprender, guió mis ojos y mis oídos a la gallarda mujer que, envuelta con una túnica blanca y un tétrico maquillaje, ponía en la tarima el mensaje que se entrenó para dar. Sus sonidos, elevados e imponentes como pocos, tenían por intención contar una historia de la cual ya tantas veces había leído.
Sin embargo, en mi mente, todo fue silencio. No era para menos. Al fin y al cabo mi pasado, que nunca dejará de definir el sentido de mis pasos, zumbaba aún en mi cabeza.
La música, que tanto esfuerzo costó a tantos incautos y que, con gran brillantez, inundaba el silencio del teatro, sólo marcaba los segundos dentro de mi alma. Era inevitable. Sólo una frase se repetía en mí, y no podía dejar de recitarla y, de mis voces, sólo una pequeña y valiosa, el niño, la repetía sin cesar.
Entonces, casi sin darme cuenta, mis ojos se inclinaron hacia adelante. Al otro lado de la grande y terrorífica tarima, el grupo de individuos que compartían mi suerte y mi destino daban por realizado su entrenamiento… Todos con una expresión sutilmente idéntica a la mía. Y entre ellos, un par de ojos resaltaban. Apacibles como casi ningún otro. La mirada, enfocada, profunda, casi mística.
Entonces, como por arte de esa ciencia suficientemente avanzada para ser incomprensible, volvieron a mi mundo momentos…
Es febrero. Seis años atrás.
Frente a mis ojos se encuentra el gran toldo de la misma tarima. Las grandes letras y la estrella que caracterizaba al motivo por el que muchos nos encontramos probando suerte en aquel momento, aunque evidentes para el público en sus asientos, eran tan invisibles como irrelevantes para nosotros. A mi lado derecho, un hombre versado y experimentado en la música repetía una y otra vez su propia versión en Salsa de una antigua y conocida tonada. Mi opinión al respecto, lo recuerdo como ayer, no le hizo gracia: Tú haz tu espectáculo, que yo hago el mío, me dijo sin vacilación. Entonces, los deseos que habían en mi subconsciente de entregarme al más inmediato de mis desgraciados placeres murieron cuando el inesperadamente alto presentador salió al escenario y su voz, aunque suave y divertida, retumbó en mi cabeza… «Damas y caballeros, gracias por estar con nosotros. ¡Bienvenidos!».
La suerte estaba echada, y el primero en ir al cadalso sería yo. Entonces, los tres famosos jurados fueron presentados, hubo una amena e irrelevante conversación para las cámaras, e hicieron los llamados necesarios. Sólo debía y podía ponerme de pie y asumir el destino que impuse para mi propia y, hasta ése momento, inexistente imagen ante el mundo…
Es la tarde anterior. El tiempo es ahora.
La escuela que vio por primera vez el nuevo reto que ahora asumo nunca podría tener tantos espectadores como aquel teatro, hace tantas lunas ya. Mucho de lo que fue en aquel momento ha pasado a las páginas del olvido… Y de Internet. Yo, al fin y al cabo, había seguido mi camino, definiendo mis logros y mis fracasos bajo aquella frase que me marcó en aquel momento: Todavía no estás listo.
Así que, cuando llegó mi momento, salí del cúmulo de personas en el coro, pasé en silencio el gigantesco parlante que daba fuerza a nuestras voces y detrás del auditorio y, aumentando mi velocidad casi a un ritmo exponencial, rodeé el todo buscando el pequeño cuartucho donde mi papel me esperaba. El cambio fue rápido, y demasiado estresante, para ser honesto. Cuando estuve preparado, sólo tuve que esperar con la puerta entrecerrada y la varita mágica de la voz aferrada a mi mejilla como mejor era posible. Entonces, la batuta se giró hacia mí, y fue mi turno de asumir el destino que, nuevamente, impuse para mi vida.
Los segundos y los acordes pasaron en mi cabeza al son de ecuaciones y conteos numéricos, uno tras otro: Notas X, duración Y. Silencios Z. Repite.
Hasta que, de la nada y sin aviso, todo fue silencio. Mi mayor terror se hizo real. Z = ERROR.
Mi mano izquierda, de súbito, comenzó a temblar levemente. Sus palpitaciones, que sólo podrían recordar a una hoja solitaria al son del suave soplido de la brisa matutina, no pasaron desapercibidas, ni me eran desconocidas. Al fin y al cabo, la ocasión lo ameritaba. El silencio continuó. Lo sabía, algo iba mal. El temblor en mi mano se salió de control. Desde el anonimato que el sombrero me ofreció en aquel momento, sólo pude dejarme llevar… Y, en medio de mi estremecimiento, atiné apenas a recordar a aquella hermosa cantante que, desde el más allá, recolectaba los frutos de haber inspirado a tantas y tantas voces a nivel mundial.
Ahora, mi mano temblaba, mis pies se sentían tan fríos como la tarde anterior, y el terror se mezclaba con la ira. El niño sólo atinaba a decirme lo mismo, al oído de mi mente.
No puedes equivocarte. No ahora. No de nuevo.
Entonces, casi sin darme cuenta, mis ojos se inclinaron hacia adelante. Al otro lado de la grande y terrorífica tarima, el resto del coro seguía cantando, tan asustados como yo… Y entre ellos, un par de ojos resaltaban. La mirada apacible, cómoda y concentrada, tan dulce como feroz, tan metódica como fluida, tan… Confiada.
… Tú.
Entonces, el silencio se volvió melodía. Miré un poco hacia arriba y volvieron a mi cabeza las palabras de aquella famosa actriz, seis años atrás, y volvieron a retumbar en mi cabeza. Todavía no estás lis…
Recordé entonces cada tarde, cada pedalada, cada nota entonada y re-entonada, cada error corregido con la precisión que sólo un matemático podría haber expresado, con la atención que sólo un artista tendría. Con la dedicación que nadie había puesto antes. Con la dulzura de una verdadera amiga. Algo que nunca dejo pasar.
No. Estás listo.
Habías presenciado todo lo del día anterior, y seguías sonriendo.
Habías pasado por el magno error que cometí para todos, y seguías adelante. Inamovible, imperturbable. Seguías poniendo tu fuerza en todos nosotros. En mí.
Casi como si de telepatía se tratase, tu voz estuvo llegó a mi mente… O, al menos, éso me pareció. Estás listo. Confío en ti.
Entrecerré mis ojos, y sonreí lentamente.
Y hoy, a lo mejor, te encuentras frente a éstas letras.
Luego de la ovación que te ganaste a pulso, luego del aplauso que, inmerecido, recibí.
Hoy, al final de todas las cosas, dos meses después, en el día en que nuestras vidas llegan a un punto común y convergente. Y, si estoy en lo correcto, creo que ya no ha de ser un misterio el motivo de lo «elaborado» de mi presente. Un pequeño trozo de mí, para intentar compensar el gran trozo de ti que pusiste en mí. Con todo el cariño y el agradecimiento que puedo darte. Un poquito…
Sí, ahora, en el tiempo de celebrar una vuelta más al sol, tuviese un deseo, sólo podría ser uno y el mismo.
¿Qué más podría pedir para la mujer que ya lo tiene todo?
Millies dedisti omnibus bonis et benedic tellus semper pede.
(Mil y una veces todo lo bueno que nos has dado, y que la Tierra siempre bendiga tus pasos).