Ojos de Serpiente: El Fondo del Abismo

«No puedo creer que me hayas hecho esto. Después de todo, resultaste ser como mi ex-novio, así como me prometiste que nunca serías. ¿Creíste que no me daría cuenta? ¡Cometí el peor error de mi vida al haberme metido contigo!»Estas fueron las últimas palabras que Miguel sabría de Helena. Ya no se sorprendía. Seguía sin saber qué rayos es lo que estaba pasando, pero tantos lo habían abandonado en medio de este pandemónium que se había tomado la libertad de tomarlo con calma.

Era lo mejor, por su salud y el futuro de su actual situación. Además, aún le quedaba ella, y no lo iba a abandonar.

Mientras toda esa secuencia de caóticas y descabelladas situaciones tomaban lugar, Sofía y Miguel ya habían comenzado aquella tan sonada relación que todos temían.

Las veces que salieron en público, como novios, fueron siempre al bar que siempre Miguel frecuentaba. Ella decía que era como su casa. Que siempre iba ahí y que no iba a ningún otro lugar. «Es que no quiero encontrarme con esas dos mujeres y yo se que ellas no vienen aquí cuando yo estoy», decía airosa. Ahí, la rutina de ambos era la misma: Miguel la esperaba en la estación del autobús, Sofía llegaba tarde y, una vez allí, iban al bar. Ingresaban y se sentaban en la misma mesa luego de cruzar un par de charlas. Tomaba ella un café, tomaba él una bebida fermentada, conversaban un poco más y…

… comenzaba…

Súbitamente Sofía cambiaba su humor. No siempre se daba este fenómeno, pero sí ocurría las veces suficientes para que pudiere considerarse una costumbre en ella. Se molestaba de manera intempestiva ante alguna palabra esporádica de Miguel. Sus respuestas eran fuertes y, hasta cierto punto, agresivas. Pero nunca a nivel físico.

Sin embargo, había una constante en su modo de actuar en estas situaciones: El ataque se daba a nivel psicológico, con palabras. Todo se remitía a un juicio.

«¡Tú estás mal, y yo no! Me he analizado, juzgado y criticado a mí misma desde hace años. ¡No seas arrogante y soberbio! Las cosas no son como tú las dices, ¡Y yo tengo la razón! ¡No te quejes cuando alguien te dice las cosas de frente, no seas como John y tus perras amigas, yo soy una buena mujer!», podría ser un buen resumen de sus discursos en aquellos momentos.

Sin embargo, el fenómeno no acababa ahí. Repentinamente, sus estados cambiaban de nuevo y ahora se mostraba triste y abatida. Recordaba a John, y aseguraba extrañarlo con una fidelidad casi religiosa. «Perdóname, pero aún lo amo y me tomará mucho tiempo dejar de hacerlo, porque ¡tengo mucho amor que dar! Y es un buen hombre, pero me hizo demasiado daño. Y debe pagar por esto. ¿Cierto que va a pagar? ¿Tú me vas a ayudar?»

La respuesta de él ante esto era la más sensata que la sorpresa le podía ofrecer. Escuchar, comprender, callar.

Si su novio no puede hacer eso, no tengo por qué estar aquí. Y deseo hacerlo, así que: Escuchar, Comprender, Callar. Tal vez opinar, pero sólo cuando no esté tan alterada.

Sin embargo, siempre quedaba la duda, y el miedo de despertar de nuevo esa ira que no quería que ella tuviera. No sabía cómo enfrentar ese tipo de cosas. Simplemente, no lo sabía.

Paradójicamente, la persona que más le pudo ayudar era Gabriela, pero… No estaba.

Fue la primera en irse.

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Y así pasaban sus noches y sus salidas, entre opiniones sobre las personas alrededor, hablar con Sofía sobre John y sobre su vida tormentosa, recopilando información, detalles que dieron a entender que la historia que le había contado antes de comenzar su noviazgo estaba lejos de ser tan agradable como ella la contó al principio y que ahora, con mucha más confianza en su interlocutor amante, se daba rienda suelta para contar todo lo que tenía guardado dentro de sí.

Está realmente perturbada. Necesita ayuda.

¡La ayudaré!

Miguel, que frecuentaba el mismo bar al que asistía con ella, casi por necesidad, todos los fines de semana, no cayó en cuenta de recordar las veces en que sí se veía a Alma y Katherin entrando al bar, por otro lado la coartada era válida: «… no vienen aquí cuando yo estoy»

Tampoco recordaba haberla visto en ninguna de sus visitas a aquel establecimiento, pero habría de notar esos y muchos otros detalles sólo hasta mucho tiempo después.

Por otro lado, acostumbrado él desde hace tiempo a un estilo muy maduro de relación de pareja, llevó a Sofía a dormir con él un par de veces.

De los tiempos con Gloria le quedó la inmensa relajación y la profundísima paz que le produce quedarse abrazado a la pareja de turno, en la cama, durmiendo. El sexo, aunque bien recibido, no era realmente importante y, generalmente, él lo pone en un segundo plano. Prefiere la ternura, el cariño y la experiencia de compartir tu aliento y su sueño con aquella persona con quien está. Simplemente dormir, abrazados.

Pero Sofía no fue ese caso, y no solamente por no haberse dejado abrazar.

La noche comenzaba con ella, en cama, con él al lado, conversando un poco. Había un par de chistes de ambas partes que eran agradables y la velada se tornaba divertida, incluso tranquila, pero súbitamente el recuerdo de John entraba nuevamente en su cabeza y, como en el bar, su estado de ánimo cambiaba súbitamente. Comenzaba a llorar, casi al punto de la desesperación.

Luego, comenzaba la conversación al respecto, con él tratando de que se calmara, callando lo que sentía al respecto. Ella es la que importa ahora. Luego tendré tiempo de molestarme. La frase que acompañaba el llanto era casi constante: «¿Cierto que él va a pagar todo el daño que me hizo?».

La respuesta a tal pregunta era siempre condescendiente. Para que se calmara, para que dejara de llorar y, especialmente, para tratar de cerrar el tema y volver a sus asuntos: Simplemente dormir, abrazados.

Pero, entre las charlas, los movimientos, y una que otra noche de intento de sexo, como él lo podría definir de manera muy pragmática, ni se abrazaban, ni podía dormir. Ni el, ni el resto de su familia, gracias a las risas estridentes y discusiones que se formaban y disolvían de forma intempestiva y esporádica en su habitación, en cada noche en que intentó Miguel cumplir con uno de los pocos placeres que, en pareja, reservaba para él.

Y ¡Ay de él si se quedaba dormido por su cuenta! No sólo ella lo despertaba de nuevo, sino que se enfurecía por dejarla sola durmiendo de forma tan desconsiderada.

En esencia, no fueron noches tranquilas. Y eso aumentó su ira. Aunque, en parte, creía tener motivos para ello.

En medio de cuadernos, clases, algoritmos y fórmulas, no dejaba de pensar en ella, en el daño que tantas personas le habían hecho, en quiénes lo habían abandonado sólo por tratar de ser feliz y en cómo sentía, de alguna manera, que se encontraba tan solo como, cuando era niño, huía incluso de su propia familia para evitar las burlas, los miramientos, los juicios y a todo aquel que quisiera hacerle daño.

Se identificaba, y conocía el sufrimiento por el que él había pasado. Por el que ella está pasando. Además, las respuestas de Sofía ante las personas implicadas le daban menos calma. «Ellas quieren destruir mi vida, porque no soportan que yo sea una buena mujer, yo he tenido novios al igual que ellas pero ahora ¡YO SOY LA PERRA Y ELLAS NO! Y no pueden vivir tranquilas, me acechan en la red social, me acosan, opinan de todo lo que hago y todo lo que digo, y yo no digo ni hago nada en contra de ellas. Debería demandarlas, ¿Sabes? Pero yo soy mejor que eso, y mejor que ellas, yo soy una buena mujer. Corrompieron a John, ‘se le metieron por los ojos’ a la familia de él, y por eso él me dejó y me humilló y me destruyó en ese mirador. El, Ellas, Ellos deben pagar. ¿Cierto que van a pagar pronto?».

Pero lo más importante es que él no entendía, no sabía qué era lo que lo estaba dejando en esta condición, y eso le molesta. Le enfurece…

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Pasó una semana de relación, con todos los altos y bajos que ya habían diezmado, además de la tranquilidad y la calma de Miguel, su tiempo de sueño y su concentración.

Y, de pronto, alguien apareció para enmarañar más las cosas.

Lo abordó mientras caminaba de un salón a otro en medio de la universidad y, sin detenerse, comenzaron a conversar. Pronto, la plática se convirtió en un monólogo de su parte.

Samuel siempre ha sido, para Miguel, un hombre sabio, sensato y prudente que, en medio de la calma y el elevado conocimiento de alguien con un coeficiente intelectual elevado y una postura neutral frente a casi todo a su alrededor, sabía tener una posición adecuada para todo tipo de situaciones que se presentaban, o de las cuales era testigo.

Pero, esta vez, debía involucrar sus emociones y su percepción de las cosas.

Helena es su mejor amiga.

«Mire, Miguel, yo he querido ser lo más prudente que he podido en lo que ha pasado, pero los chismes ya han llegado a la universidad y muchas personas han querido contarme muchas cosas al respecto. La mayoría me ha contado lo mismo, pero he querido conversar primero con usted, ya que ha sido durante años razonablemente sensato. Pero ya no puedo callarme y le pido que me deje hablar y no me interrumpa… Usted la cagó con todos nosotros y lo que le hizo a Helena no tiene precedente alguno. Sólo puedo pensar que usted, en efecto, ha corregido muchas de las malas acciones de su vida… Y ahora comete maldades mucho más perfeccionadas. No puedo creer que haya depositado mi fe en usted, y que le haya ayudado con Helena. Metí las manos al fuego por usted y mire lo que hizo. Así que le he detenido para darle una oportunidad de explicar sus acciones, porque tiene que haber una razón para que usted, teniendo novia, se haya conseguido otra novia y crea que puede salirse con la suya así nada más. Y más si se trata de esta chica, Sofía, de quien me hablan tanto y tan mal. ¡Así que, por favor, explíquese!»

No podía ser más válido el discurso de Samuel. Pero el momento era equivocado, el tiempo era reducido. Había que ir a clase y eso no podía pasarse por alto. Además, Miguel notó rápidamente que su interlocutor y reclamante no estaba calmado, como siempre. Por lo tanto, no tenía forma de explicar bien a su amigo lo que había pasado sin que lo tomara de la forma tan objetiva que él solía admirar de aquel pelirrojo y delgado compañero de aventuras y buenas conversaciones. Además, Miguel también se encontraba molesto, más allá de lo ordinario, con todo aquello como para dar una respuesta clara.

Por otro lado, su respuesta tampoco era clara.

Entonces, tomó la decisión más sensata que sus voces pudieron sugerirle.

«Samuel, mi amigo, le agradezco que esté hablando conmigo así, es la primera persona en hacerlo después de que se generó todo este incidente y se lo agradezco de todo corazón. Pero es que me ha tomado en mal momento y tengo que ir a clase. Entonces, compañero, le pido que me de tiempo y hablemos del asunto este fin de semana, que tengo más tiempo para sentarnos a conversar al respecto y responder todas sus preguntas y aclararle todo lo que pueda. ¿Le parece?»

El acuerdo se hizo y se despidieron cordialmente.

Pero ese fin de semana nunca llegó, y esa fue la última conversación que ese buen par de amigos de nombre e historia compartidos tendrían.

Pasaron dos días, Miguel y Sofía se vieron uno de ellos, y hablaron ambos. Y ese domingo, otro golpe llegó para él, y se lo dieron de nuevo en su desolado corazón.

«Migue, he estado en un proceso de sanear mi ambiente y el de todos a mi alrededor. La verdad, no quería hacer esto, pero ya no tengo más opción y no quiero tener a esa perra en mi vida, ni siquiera a metros de ella, ni siquiera a kilómetros de ella. Así que, ya que estás con esa mujer, he decidido dejar de ser tu amiga. Tal vez podamos conversar al respecto en el futuro, pero esa posibilidad me es remota ahora, y máxime si sigues con Sofía cuando ese momento se dé, porque nunca se dará entonces. Deseo de todo corazón que seas muy feliz en tu vida y que, tal vez, puedas abrir los ojos. Hasta nunca, Miguel«.

Fue la última vez que él sabría de Katherin, y sólo fue a través de la red social.

 

Apagó su ordenador.

Se quitó la ropa de calle.

Se acostó en su cama.

Siempre en silencio.

 

Una lágrima tocó su mejilla, y luego la almohada, para que fuera invadida posteriormente por sus dientes, en un intento desesperado de opacar un grito desaforado.

Miguel no lloraba casi nunca. No lo consideraba correcto, porque siempre pensó que a nadie le importan sus lágrimas. Siempre dejaba esos espantosos momentos para su soledad y para una única emoción, que siempre actuó como el detonador para que sus voces y él se sincronizaran en un desborde de lágrimas.

Pero ahora la sensación es diferente. Quería explotar, golpear al culpable, gritarle todo tipo de inenarrables obscenidades a la cara. Pero, ¿Cuál cara? ¡Ya no hay nadie, ni siquiera con quién desahogarme!

Entonces, con los ojos encharcados y música clásica de fondo, en la oscuridad, lo único que le escuchó fue el osito de felpa con el que había dormido casi todas las noches desde hace treinta y dos años. Su llanto, lejos de ser un par de lágrimas escurridizas como siempre, fue un agónico torrente que humedeció por completo a su almohada.

La figura de peluche, silenciosa, volvía a ser guardiana de la desesperación de un Miguel que no supo cómo seguir soportando más.

Pensó en cada una de las personas que se fue, en cada una de las que se quedó, en cada una de las que siguieron sus vidas mientras su mente divergente, como si se tratara de arena, se disolviera en el mar del vacío. Pensó en Helena, en John, en Natalia, en Alma, en Erik, en Aria, en Katherin, en tantos y tantos… En Gabriela…

Y sus voces, como en un coro de réquiem, entablaron junto con él la misma pregunta que estrujaba su alma y quebrantaban su inquebrantable voluntad.

 

 

¡¿Pero qué, QUÉ LES HICE?!

¡¿POR QUÉ?!

 

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De pronto, el teléfono despertó a Miguel. Era mucho más temprano de lo que necesitaba para levantarse de la cama, pero su trabajo le exigía al menos mirar de quién se trataba. Tambaleando, deslizó sus pies hacia el armario donde, conectado aún al cargador desde la noche anterior, se encontraba la fuente del timbre que le avisaba que alguien estaba llamándole.

Sus ojos aún le dolían, presas de la dura jornada de llanto de la noche anterior. Su visión aún era borrosa por la misma razón. Evitando tumbar algo por accidente, tomó con lentitud el teléfono y, tratando de afinar la mirada, vio el número en pantalla y su identificación.

Entrecerró un poco los ojos, y sonrió lentamente.

La voz de su conciencia había regresado. Y justo a tiempo.

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